domingo, 11 de marzo de 2012

Morir en paz, si nos deja la ciencia...

Manuel, tenía 87 años y era lo que se dice, un roble...

Cuando sus hijos me llamaron desde el Sur para consultarme, enseguida me di cuenta que le había llegado la hora. Que en poco tiempo iba a partir.

No voy a contar su síntoma. Solo alertaría a algún hipocondríaco de cuarenta a salir corriendo a pedir tomografías al paso y análisis de "todoloquehacefalta".

Su síntoma, aunque podría parecer una pavada, lo decía todo. Cualquiera de mis colegas, compañeros de almuerzo, sin levantar la vista de su plato, diría: Chau Manuel; te llegó la hora.

Imagínense la voz de su hijo cuando le dije que debían hacerle solo un estudio incruento para comprobar lo que tenía y después, en el mejor tono, de mil maneras, tratando de que me entiendan, tratando de que comprendan que no es cinismo, ni indiferencia, ni, mucho menos, crueldad, le dije:

-Consíganse un médico que no lo interne. Solo tiene que manejar un poco la morfina (mi morfina; la morfina de José) y si le teme a la morfina o no se anima, que me llame. Pero:
-No lo internen.
-No le hagan estudios molestos y cruentos.
-No anden paseándolo en ambulancias con médico y oxígeno por cuanto centro de diagnóstico tengan a mano.
-Nada de alimentaciones forzadas y sin sentido.
-Ni se les vaya a ocurrir intubarlo y respirarlo artificialmente.
-Y, por si no me entienden, se los digo de nuevo:
-Ni se les vaya a ocurrir intubarlo y respirarlo artificialmente.
-Pero... queremos hacer todo lo posible.
-Hagan todo lo posible para que se muera sin sufrir. Es lo único, lo mejor y lo más sensato.

Manuel fue estudiado, con "todo el peso de la ley".
Manuel fue pinchado.
A Manuel le pusieron sueros de todos los colores.
A Manuel lo intubaron.
A Manuel le ataron sus manos a la cama para que no se extube (para que no se saque esa barbaridad que le habían puesto en su tráquea y que estaba conectada a una brutal máquina que las iba de pulmones...).
De morfina ¡Ni hablar!
Manolo no sufrió más porque era muy difícil sufrir más.
Porque no había algún animal más a mano para hacerle alguna biopsia o intentar una "quimio suavecita para achicar el tumor".

Se cuenta que en una ocasion había un alacrán a la orilla de un río y deseaba cruzar hacia la otra orilla, pero no tenía los medios para lograrlo... Si lo intentaba, seguro que se ahogaría.

Sucedió que en ese momento pasaba una rana y sin perder tiempo el alacrán le pidió si, por favor lo podría cruzar, a lo cual la suspicaz rana inmediatamente le respondió que no se fiaba de él, puesto que era un alacrán y podría, a mitad del camino, matarle...

El alacrán le respondió que eso no sería posible. Le dijo:

- Si hago eso, pondría mi vida en peligro también, y lo más seguro es que moriría contigo. Me suicidaría, ¿Comprendes?

Tal argumento convenció a la rana la cual se dispuso a hacerle el favor de cruzarlo a la otra orilla...

Con una gran disposición la rana comenzó a cruzar el río, pero a mitad del camino, y de repente ¡El alacrán la picó!

-¿Pero, qué has hecho? preguntó sorprendida la rana.. ¿No te das cuenta de que ahora moriremos los dos? ¿Por qué lo hiciste ?

El alacrán simplemente le contesto:

-Lo siento, pero esa es mi naturaleza...!

Manolo nos pidió confiado a sus hijos y a los médicos "Que lo crucemos a la otra orilla"

Y no lo hicimos. Fuimos nosotros los alacranes.

Lo intubamos, lo pinchamos, lo amarramos, lo llenamos de sondas, lo "respiramos" artificialmente.


Salvo que nosotros, a diferencia del alacrán, no nos ahogamos. Solo tranquilizamos nuestra conciencia.

¿Es nuestra naturaleza?

Manolos y alacranes, se repiten todos los días. Y nadie se da cuenta. "La ciencia hizo todo lo que pudo", "Lo acompañamos hasta su último respiro".

Del respirador, bah!

viernes, 2 de marzo de 2012

Una lección de analgesia que me duró toda la vida

Hace ya muchos años, cuando imberbe y entusiasta, cubría la Guardia Central del Hospital Italiano, en mi tercer año de residencia, serían las diez de la noche, hora en que, en esa época, había un parate entre los que van a la guardia después del trabajo, en general por cositas que les preocupan a ellos y a nadie más y las once o doce de la noche, en que ambulancia que caía traía un moribundo o algo parecido, y siempre, por supuesto, alguna "ronchita" rezagada o algún matrimonio que parecía echarle a la sopa del restaurante la culpa de sus desavenencias de hacía años. 

-Lo que me cayó mal fue esa sopa, decía él.
-Lo que le cae mal es su matrimonio, pensaba yo, mientras manoteaba el Sertal.

A esa hora empezaba el baile y entre cansancio y deseperaciones, no dejábamos de sentir que "librábamos la madre de todas las batallas". Y muchas veces, aparte de nuestra imaginación, las batallas se libraban.

Pero ese día, a las 10 de la noche, el parate que nos dejaba cruzarnos al restaurante de enfrente y velar las armas para la guerra del fin del mundo, se vio interrumpido por la irrupción con portazos y desesperación de un padre que traía a su niñito de unos ocho años con un pie colgando, y sangrando, por la travesura de sacarlo por la puerta jaula del ascensor mientras estaba en funcionamiento.

Los traumatismos, suelen venir, por esas costumbres legas, envueltos en toallas.

Hice poner al niño en una camilla, saqué la toalla y miré lo que pude entre gritos desesperados del pobrecito y no menos desesperados y angustiados del padre. Hice las primeras verificaciones y "sana, sana culitos de rana" que de nada servían y me dispuse a hacer el papeleo de órdenes de radiografías y llamar al traumatólogo. 

Habrían pasado unos quince minutos en la guardia y una hora del accidente cuando ya estaba el camillero y junto con la enfermera pasábamos a niño y padre a una camilla para trasladarlo a rayos cuando entró a la Guardia Central, José Zabludowski, nuestro Interno de Clínica. 

Sin que yo se lo comentara y casi sin mirarme, pero sin ningún tipo de soberbia, miró a la enfermera, le ordenó que cargue morfina en una jeringa y le hizo, él mismo,  al niño una inyección subcutánea de morfina. 

Esa morfina le sirvió al niño, le sirvió al padre, le sirvió a la enfermera, le sirvió a toda la guardia...

José me dijo:
-Cuando hay un traumatismo, lo primero que hay que hacer es calmar el dolor.
Lo entendí. Vaya si lo entendí. Me sirvió para toda la vida.

Después, ese ejercicio de la morfina en el momento preciso les sirvió a muchísimos pacientes que yo recibía en postoperatorios inmediatos en unidades de terapia intensiva.

Anciano que llegaba recién operado a mi guardia, con un tubo endotraqueal, con el cuerpo helado, sus rodillas llenas de livideces, con los ojos vidriosos de dolor, angustia y desesperación, encontraba en "mi morfina"  (la morfina de José) la paz de un postoperatorio que pudiendo haber sido un calvario, eran un remanso. 

Morfina y frazadas primero y después trabajar tranquilos. Poner vías centrales, medir diuresis, hidratar, controlar la presión... todo era más fácil. Como debía ser.

Algunos días después, cuando el caso evolucionaba feliz y favorablemente, ese día en que el anciano se ponía los anteojos y el olor a muerte era reemplazado por el olor a la primera sopa y Polyana traída por su mujer o sus familiares y hasta había un diario, o revista de actualidad, empezaban mis acercamientos en busca de reconocimiento por mis patrióticos y abnegados servicios prestados. No pocas veces... no pocas veces "el perro encontraba su bizcocho". Cuando convaleciente, a punto de irse al piso y no vernos nunca más, mi circunstancial paciente me decía:
-Usted doctorcito (yo tenía cara de estudiante secundario, mucho después de serlo), va a ser una eminencia.
-Gracias, decía yo. Gracias José, pensaba.

Alguna vez, probé mi destreza morfínica con alguna tía con fractura de clavícula, lo que me valió el doctorado honoris causa familiar.

Así como Moisés enseñó que primero se llena la panza y después se educa. José me enseñó que primero se calma el dolor y después se piensa.

En mi Hospital (sí, mío), ahora la analgesia es reglada y efectiva. También los pacientes son más graves. Pero no dejo nunca de pensar, y no pocas veces de comprobar, que en muchos lugares y guardias, la analgesia se olvida.

Y, muchas veces, vaya estupidez, "se preserva el dolor como un signo valioso para ver cómo evoluciona el paciente". Repito, ¡Vaya estupidez! Como si no hubiera mil signos más para ver cómo andan las cosas.

Hoy lo busqué a José en Facebook. Está pintón, vive en Tel Aviv y su personalidad, no parece haber cambiado mucho. No hubo forma de vincularme  porque no comparte su amistad. ¡No la compartía en vivo y en directo la va a compartir por Internet! 

Si alguien lo ve, hágale llegar esto.

Gracias José. Con qué poca cosa (que de poco no tiene nada) me hiciste eminencia y a cuántos nos sirvió.