La tía Isa fue la mujer que me dio los momentos más felices
de mi vida. Fue, junto a mi hermana Ana Elena, la mujer depositaria de mi amor
no erótico de mi vida, y pido que dejemos la cosa acá y no se me tiren los
freudianos, lacanianos y demás psicos a la carótida queriendo convencerme de
que todo amor es erótico y que en realidad siempre estuve caliente con mi tía
Isa y con mi hermana. No es de eso de lo que quiero hablar. Quiero hablar de
los últimos años de mi tía Isa y de mis
últimos días.
La tía Isa se murió un 21 de octubre, hace ya unos años.
Tenía 82 años, murió en un geriátrico, de esos “alegres y con luz” que
pretendemos ver los de la clase media cuando en realidad de alegres no tienen
nada, la luz viene de las pocas lámparas que se encienden y el olor a pis se
pelea con el olor a sopa barata con fideos dedalitos o municiones.
El desbarranco empezó años atrás con algunas reiteraciones
de palabras, nombres o preguntas y una úlcera en una cicatriz de una mastectomía
recontrarradical hecha hace muchos años que “le salvó la vida” (lo más probable
es que si no le hubieran encontrado el tumor, no se muriera de ello) pero le
dejó las costillas a flor de piel y luego, la úlcera, que daba olor permanente
y de la que salía un líquido amarillo.
A las reiteraciones y al olor de la úlcera siguieron algunas
caídas, muchísimas levantadas a las tres de la mañana preguntando por sus
padres y hablándome como si yo fuera su hermano. Cuando algún domingo en
actitud claramente exculpatoria la llevaba a pasear en el auto y la sentaba en
el asiento del copiloto, mi copiloto se acercaba en actitud casi cómplice y me
preguntaba
– ¿Y Carlos?
-Carlos (soy yo) viene en el auto de atrás, le contestaba.
La tía se quedaba contenta… por dos o tres cuadras hasta
repetir la tautología… incansablemente.
Mis probabilidades de vivir 85 años no son bajas, si no
intervengo antes, si no le salgo al cruce a esa manía de vivir mucho a costa de
lo que sea.
Mis posibilidades de vivir dignamente los últimos diez o
cinco años de esa vida son bajas, sin embargo.
Lo más probable es que luego de los setenta y cinco mi
pantalón se manche de amarillo en la zona de la bragueta, mis calzoncillos
tengan palomita, al pedir el pan en la mesa se me escape algún gas para
silencioso horror de los más educados y comentario ramplón y cómico de algún
joven desdramatizador desenfadado – ¡Epa abuelo!
A mis hijas, a mis amigos, a mis conocidos les digo que
entre los 72 y los 75 años me voy a suicidar, y en seguida aclaro que lo voy a
hacer no porque mi vida fue un calvario y me la pasé deprimido con saco de
corderoy en enero y caspa en los hombros. La pasé bomba, hice lo que me gusta y
me gustó todo lo que hice, tuve amores para hacer películas, tuve hijas, les
pagué sus estudios, viajé, me di el lujo de leer Rayuela en París, Ulises en Dublín
y Estambul, ciudad y recuerdos en Estambul. Es decir, todas esas cosas que
ahora está de moda ostentar en Facebook mostrando fotos en las que uno se ve
diez años más joven, haciendo alarde de nietos y comidas exóticas para que
nuestros “espectadores” digan “¡Qué lindo Charly, disfrutalo, te lo merecés!” (Habiendo
comprendido esa falacia y falsa modestia, me voy a borrar de Facebook o voy a
empezar a poner solo las cosas feas que me pasan y las fotos en las que se me
ve la papada, las arrugas del cuello, las manchas de las manos y las palomitas
del calzoncillo. Me cansó la ostentación barata de Facebook).
Pero, aclaro. Si sigo tentando a la suerte con esa
obcecación de vivir, aumentaré mis probabilidades de que me pase todo eso.
Recientemente, mi amiga Karin, conocedora de mi “filosofía”
si me permiten el atrevimiento, me acercó un artículo de Ezequiel Emanuel,
Director del Departamento de Bioética Clínica de los Institutos de Salud de
Estados Unidos y Director del Departamento de Ética Médica y Políticas de Salud
de la Universidad de Pensilvania. El artículo se titula “Por qué quiero morir a
los 75 años”.
Porque dice lo que decís vos Carlitos (Karin me llama
cariñosamente Carlitos). Gracias Gorda (yo la llamo cariñosamente Gorda).
Los argumentos de Emanuel son incuestionables. Dice que está
sano y que no se trata de un enfermo terminal que está pidiendo más años de
vida sino de un americano sano que no quiere vivir más de 75 años.
“Tampoco estoy hablando de despertarme una mañana, dentro de
18 años, y terminar mi vida a través de la eutanasia o el suicidio…” “En
realidad, estoy hablando de cuánto tiempo quiero vivir y del tipo y cantidad de
atención de salud que voy a consentir después de que cumpla 75 años” aclara
Emanuel.
Ahí empieza mi desacuerdo amigo Emanuel. ¡Ah qué vivo!
Acá no se trata de lo que queramos.
Si uno le pregunta a un auditorio de mil personas sanas de
cincuenta años a qué edad y cómo se quieren morir, ¿Sabe lo que nos contestarán
unos novecientos noventa?: A los 85 años durmiendo. ¡Ah qué vivos!
Querido Emanuel: si yo supiera
que me voy a morir durmiendo a los ochenta y cinco años, luego de un día de
travesía en mi velero en Maine o Cariló y al lado de mi última mujer treinta
años menor que yo que toma yogures descremados, hace yoga y pinta (bastante mal
pero pinta). Si yo supiera que me voy a morir una semana después de que mis
nietos me hicieran la fiesta de los ochenta y cinco, llena de Power Points que
empiezan mostrándome cuando era chiquito y terminan hace un par de semanas con
la “abue” como le llaman a mi última mujer, treinta años menor que yo y que
detesta que la invadan y ofendan con el témino “abue” pero se las mata callando
para que no le caigan mis hijas encima diciéndole intolerante. Otro gallo
cantaría y no estaría escribiendo esto.
No mi querido Emanuel, no estando seguro de que ello
ocurrirá, y, es más, estando casi seguro de que ello no ocurrirá, me las tengo
que jugar, amigo. Me las tengo que jugar regalando lo que se llama “años
potenciales de vida”. “Donándolos”, es decir, evitándome las manchitas en la
bragueta, la palomita en el calzoncillo y los peditos en la comida navideña y
evitándole a las mías las manchitas en la bragueta, la palomita en el calzoncillo, los peditos navideños, la búsqueda de
geriátricos alegres y llenos de luz, como los agnósticos que a la hora de
casarse lo hacen por iglesia “pero con un cura piola”.
Probablemente, cuando se acerque la fecha quiera “negociar”
conmigo mismo diciéndome “Bueh, tiro un añito más”. Ojalá que no.
“Así pues, tu tormento
resulta absurdo, y eso significa que no existe el camino para salir de él.
Existe uno, sí. Un único camino al que tienes pleno derecho, a no ser que hayas
cometido la estupidez de convertirte al cristianismo: tienes derecho a
suicidarte. En Japón, es sabido que el suicidio constituye un acto de gran
honor.” (Amélie Nothomb, Estupor y temblores).
Más tarde, en su artículo, Emanuel resigna respiración
artificial, diálisis y otros medios de “soporte artificial” de la vida. Es
decir, métodos a los que se apela cuando uno ya está bien enfermo, en el horno,
por decirlo en términos más prosaicos.
Es decir, Emanuel, sus argumentos son muy buenos, están muy
bien escritos pero no dejan de ser una expresión de deseos y a la hora de la
verdad, usted arruga. Usted “dona” a la humanidad unos veinte o treinta días y
le ahorra gastos en respiradores, diálisis, antibióticos y sueros. Yo “dono”
unos diez añitos y le ahorro 120 pagos de jubilaciones al Estado, le doy a mis
hijas lo poco que tengo para que en lugar de tener que venderlo para pagarme el
geriátrico se lo fumen en Europa o en el Caribe o conociendo las nuevas siete
maravillas del mundo (no da para todas las opciones, elijan chicas) con la
intención de que hagan lo mismo ellas para con los suyos. Yo le ahorro a la
humanidad mis manchitas de bragueta, mis palomitas y mis peditos navideños.
La diferencia entre Emanuel y yo es que Emanuel apunta a
resignar sus últimos días mientras que yo apunto a resignar mis últimos años.
Emanuel apunta a cortar por lo recientemente enfermo, yo a cortar por lo sano,
bien sano si es posible. Emanuel toma sus decisiones, a partir del derrame
cerebral; ahí ordena solo cuidados paliativos y le quita el cuerpo a la
tecnología.
Pero el calvario que yo quiero esquivar no empieza con el
derrame cerebral, ni con la metástasis, ni con el cáncer incurable. El calvario
al que yo me refiero no empieza de un día para el otro. Empieza despacito, sin
que nadie se dé cuenta al principio y varios años antes de que pasemos al otro
mundo.
Años suficientes como para gastarnos lo que tenemos y lo que no tenemos
incluidos la paciencia, y el amor de nuestros parientes.
¿Por qué (me pregunto) la gente se ata tanto a la vida
haciendo gimnasia, tomando dos litros de agua por día (que no sirven para nada,
excepto para los fabricantes de agua mineral), comiendo fibras y yogures para
“ir de cuerpo natural”, cuando ya el promedio de vida roza los ochenta (el
promedio digo eh) y la jubilación inventada a los 65 es insostenible y varios
de esos años son bastante poco decorosos?
Imagino mis últimas horas con un suerito en una vena del pie
(me resultará más fácil colocarme la venopuntura) con fenobarbital, potasio y
pancuronio, la canción The end del grupo The Doors y un porrito o una barra de
chocolate ecuatoriano.
Referencias