domingo, 28 de diciembre de 2014

Cortar por lo sano

La tía Isa fue la mujer que me dio los momentos más felices de mi vida. Fue, junto a mi hermana Ana Elena, la mujer depositaria de mi amor no erótico de mi vida, y pido que dejemos la cosa acá y no se me tiren los freudianos, lacanianos y demás psicos a la carótida queriendo convencerme de que todo amor es erótico y que en realidad siempre estuve caliente con mi tía Isa y con mi hermana. No es de eso de lo que quiero hablar. Quiero hablar de los últimos años de mi tía Isa y de mis últimos días.

La tía Isa se murió un 21 de octubre, hace ya unos años. Tenía 82 años, murió en un geriátrico, de esos “alegres y con luz” que pretendemos ver los de la clase media cuando en realidad de alegres no tienen nada, la luz viene de las pocas lámparas que se encienden y el olor a pis se pelea con el olor a sopa barata con fideos dedalitos o municiones.

El desbarranco empezó años atrás con algunas reiteraciones de palabras, nombres o preguntas y una úlcera en una cicatriz de una mastectomía recontrarradical hecha hace muchos años que “le salvó la vida” (lo más probable es que si no le hubieran encontrado el tumor, no se muriera de ello) pero le dejó las costillas a flor de piel y luego, la úlcera, que daba olor permanente y de la que salía un líquido amarillo.

A las reiteraciones y al olor de la úlcera siguieron algunas caídas, muchísimas levantadas a las tres de la mañana preguntando por sus padres y hablándome como si yo fuera su hermano. Cuando algún domingo en actitud claramente exculpatoria la llevaba a pasear en el auto y la sentaba en el asiento del copiloto, mi copiloto se acercaba en actitud casi cómplice y me preguntaba

– ¿Y Carlos?

-Carlos (soy yo) viene en el auto de atrás, le contestaba.

La tía se quedaba contenta… por dos o tres cuadras hasta repetir la tautología… incansablemente.
Mis probabilidades de vivir 85 años no son bajas, si no intervengo antes, si no le salgo al cruce a esa manía de vivir mucho a costa de lo que sea.

Mis posibilidades de vivir dignamente los últimos diez o cinco años de esa vida son bajas, sin embargo.

Lo más probable es que luego de los setenta y cinco mi pantalón se manche de amarillo en la zona de la bragueta, mis calzoncillos tengan palomita, al pedir el pan en la mesa se me escape algún gas para silencioso horror de los más educados y comentario ramplón y cómico de algún joven desdramatizador desenfadado – ¡Epa abuelo!

A mis hijas, a mis amigos, a mis conocidos les digo que entre los 72 y los 75 años me voy a suicidar, y en seguida aclaro que lo voy a hacer no porque mi vida fue un calvario y me la pasé deprimido con saco de corderoy en enero y caspa en los hombros. La pasé bomba, hice lo que me gusta y me gustó todo lo que hice, tuve amores para hacer películas, tuve hijas, les pagué sus estudios, viajé, me di el lujo de leer Rayuela en París, Ulises en Dublín y Estambul, ciudad y recuerdos en Estambul. Es decir, todas esas cosas que ahora está de moda ostentar en Facebook mostrando fotos en las que uno se ve diez años más joven, haciendo alarde de nietos y comidas exóticas para que nuestros “espectadores” digan “¡Qué lindo Charly, disfrutalo, te lo merecés!” (Habiendo comprendido esa falacia y falsa modestia, me voy a borrar de Facebook o voy a empezar a poner solo las cosas feas que me pasan y las fotos en las que se me ve la papada, las arrugas del cuello, las manchas de las manos y las palomitas del calzoncillo. Me cansó la ostentación barata de Facebook).

Pero, aclaro. Si sigo tentando a la suerte con esa obcecación de vivir, aumentaré mis probabilidades de que me pase todo eso.

Recientemente, mi amiga Karin, conocedora de mi “filosofía” si me permiten el atrevimiento, me acercó un artículo de Ezequiel Emanuel, Director del Departamento de Bioética Clínica de los Institutos de Salud de Estados Unidos y Director del Departamento de Ética Médica y Políticas de Salud de la Universidad de Pensilvania. El artículo se titula “Por qué quiero morir a los 75 años”.

Porque dice lo que decís vos Carlitos (Karin me llama cariñosamente Carlitos). Gracias Gorda (yo la llamo cariñosamente Gorda).

Los argumentos de Emanuel son incuestionables. Dice que está sano y que no se trata de un enfermo terminal que está pidiendo más años de vida sino de un americano sano que no quiere vivir más de 75 años.

“Tampoco estoy hablando de despertarme una mañana, dentro de 18 años, y terminar mi vida a través de la eutanasia o el suicidio…” “En realidad, estoy hablando de cuánto tiempo quiero vivir y del tipo y cantidad de atención de salud que voy a consentir después de que cumpla 75 años” aclara Emanuel.

Ahí empieza mi desacuerdo amigo Emanuel. ¡Ah qué vivo!

Acá no se trata de lo que queramos.

Si uno le pregunta a un auditorio de mil personas sanas de cincuenta años a qué edad y cómo se quieren morir, ¿Sabe lo que nos contestarán unos novecientos noventa?: A los 85 años durmiendo. ¡Ah qué vivos!

Querido Emanuel: si yo supiera que me voy a morir durmiendo a los ochenta y cinco años, luego de un día de travesía en mi velero en Maine o Cariló y al lado de mi última mujer treinta años menor que yo que toma yogures descremados, hace yoga y pinta (bastante mal pero pinta). Si yo supiera que me voy a morir una semana después de que mis nietos me hicieran la fiesta de los ochenta y cinco, llena de Power Points que empiezan mostrándome cuando era chiquito y terminan hace un par de semanas con la “abue” como le llaman a mi última mujer, treinta años menor que yo y que detesta que la invadan y ofendan con el témino “abue” pero se las mata callando para que no le caigan mis hijas encima diciéndole intolerante. Otro gallo cantaría y no estaría escribiendo esto.

No mi querido Emanuel, no estando seguro de que ello ocurrirá, y, es más, estando casi seguro de que ello no ocurrirá, me las tengo que jugar, amigo. Me las tengo que jugar regalando lo que se llama “años potenciales de vida”. “Donándolos”, es decir, evitándome las manchitas en la bragueta, la palomita en el calzoncillo y los peditos en la comida navideña y evitándole a las mías las manchitas en la bragueta, la palomita en el calzoncillo,  los peditos navideños, la búsqueda de geriátricos alegres y llenos de luz, como los agnósticos que a la hora de casarse lo hacen por iglesia “pero con un cura piola”.

Probablemente, cuando se acerque la fecha quiera “negociar” conmigo mismo diciéndome “Bueh, tiro un añito más”. Ojalá que no.

“Así pues, tu tormento resulta absurdo, y eso significa que no existe el camino para salir de él. Existe uno, sí. Un único camino al que tienes pleno derecho, a no ser que hayas cometido la estupidez de convertirte al cristianismo: tienes derecho a suicidarte. En Japón, es sabido que el suicidio constituye un acto de gran honor.” (Amélie Nothomb, Estupor y temblores).

Más tarde, en su artículo, Emanuel resigna respiración artificial, diálisis y otros medios de “soporte artificial” de la vida. Es decir, métodos a los que se apela cuando uno ya está bien enfermo, en el horno, por decirlo en términos más prosaicos.

Es decir, Emanuel, sus argumentos son muy buenos, están muy bien escritos pero no dejan de ser una expresión de deseos y a la hora de la verdad, usted arruga. Usted “dona” a la humanidad unos veinte o treinta días y le ahorra gastos en respiradores, diálisis, antibióticos y sueros. Yo “dono” unos diez añitos y le ahorro 120 pagos de jubilaciones al Estado, le doy a mis hijas lo poco que tengo para que en lugar de tener que venderlo para pagarme el geriátrico se lo fumen en Europa o en el Caribe o conociendo las nuevas siete maravillas del mundo (no da para todas las opciones, elijan chicas) con la intención de que hagan lo mismo ellas para con los suyos. Yo le ahorro a la humanidad mis manchitas de bragueta, mis palomitas y mis peditos navideños.

La diferencia entre Emanuel y yo es que Emanuel apunta a resignar sus últimos días mientras que yo apunto a resignar mis últimos años. Emanuel apunta a cortar por lo recientemente enfermo, yo a cortar por lo sano, bien sano si es posible. Emanuel toma sus decisiones, a partir del derrame cerebral; ahí ordena solo cuidados paliativos y le quita el cuerpo a la tecnología.

Pero el calvario que yo quiero esquivar no empieza con el derrame cerebral, ni con la metástasis, ni con el cáncer incurable. El calvario al que yo me refiero no empieza de un día para el otro. Empieza despacito, sin que nadie se dé cuenta al principio y varios años antes de que pasemos al otro mundo. 

Años suficientes como para gastarnos lo que tenemos y lo que no tenemos incluidos la paciencia, y el amor de nuestros parientes.

¿Por qué (me pregunto) la gente se ata tanto a la vida haciendo gimnasia, tomando dos litros de agua por día (que no sirven para nada, excepto para los fabricantes de agua mineral), comiendo fibras y yogures para “ir de cuerpo natural”, cuando ya el promedio de vida roza los ochenta (el promedio digo eh) y la jubilación inventada a los 65 es insostenible y varios de esos años son bastante poco decorosos?

Imagino mis últimas horas con un suerito en una vena del pie (me resultará más fácil colocarme la venopuntura) con fenobarbital, potasio y pancuronio, la canción The end del grupo The Doors y un porrito o una barra de chocolate ecuatoriano.

Referencias